Confieso que he vivido
Pablo Neruda tiene un libro titulado así. Cuando lo leí, no me alcanzaron las palabras para explicar la majestuosudad y brillantez de aquella mente poética. Confesar es un verbo de crimen. En el diccionario se define como expresar voluntariamente o, como reconocer y declarar por la fuerza. De cualquier forma, se supone que lo que se confiesa nunca debió haber pasado. Los católicos me entenderán y, han de seguirme con la mano sobre el pecho al unísono: confieso que he pecado. Dicen que los jueces y abogados se persiginan simbólicamente cuando escuchan lo que tienen que intermediar, solo lo que castiga Dios.
Pequé al creer que había cometido un error al nacer, que de todas formas nadie me querría en este mundo. Pequé al creer que había sido un error seguir con vida durante 29 años, que de todas formas no le haría ningún bien a este mundo. Sin embargo, mi peor pecado fue haber deseado, aunque sea un poquito todos los días, la muerte. ¿Por qué lo digo? Porque me quejé en vez de agradecer.
Todos algún día sabremos que, en esa solemnidad, la estaremos conociendo; que lo último que estemos viendo quizás sea una luz que salga de su boca sonriente diciendo: bienvenida/o, como si en este acto estuviera recuperando a una/o de sus queridas/os hijas/os. Lo mío, no obstante, se sentía como un destino antes de que mi madre quisiera reencontrarse conmigo. Se sentía como el derrame de sangre que les daría una lección a mis progenitores, un castigo para devolverles la vida a los que me la dieron; ¿para qué?, ¿para que luego se parezca a mis peores miedos, dolores y heridas?, ¿todo al mismo tiempo?, ¿para esto me trajeron aquí? ¡qué desilusión!, ¡fraude!, ¡una pérdida de tiempo y energía seguir aquí!, gritaban un corazón roto y una mente desesperada que no estaban pensando claro.
Este sentimiento regresó a mí a partir de la reciente muerte de un colega. Asistí a su velorio. Vi a todos en duelo y pensé: ¡Pobre Ema, tan lleno de vida y una de las mejores personas que he conocido! Este mundo no es justo. Se muere la gente que quiere vivir y vive la que quiere morir. En fin, un día más para mí… hasta que recibí esa llamada que se sintió como 40 mil cortadas encima. Aquí se acabo este viaje llamado vida, pensé; es momento de cumplir el destino. Desde niña cargo con el peso de sacrificarme para liberar a mi familia de lo que parece una maldición. Quizás por eso me he enfocado en vivir cada día poéticamente pues solamente yo sabía cuándo mis versos terminarían. Había aceptado mi destino, solo quedaba esperar el día indicado. Mi corazón lo sabría identificar.
Cuando ese día llegó y lo estaba a punto de hacer, lloré, lloré y lloré como una niña chiquita que regañada se va a hacer la tarea, a dormir o a despedirse de una amiga. Entonces me di cuenta de que no quería, que lo que parecía castigar a alguien más era, en realidad, privarme a mí misma; a tal grado de quitarme la vida. Sé que no es fácil escribir esto y no me imagino lo, aún más difícil, que es leerlo. Aún así, vale la pena enfrentar todo tabú para empezar una conversación que nos está esperando a la vuelta de la esquina puesto que, al lado de lo que nos parte en dos la mente, el corazón o las venas, está lo que nos hace uno: la fragilidad de nuestra humanidad, eso que expresa Pablo Neruda en su poesía; fue lo que me salvó la vida acompañada de las personas que no me dejaron sola cuando anticipadamente, me sentía ya muriendo.
Lo que en realidad desfallecía era el sentimiento de no merecer la vida, que vencía contra todas las razones para rechazar el mayor regalo que mis padres me pudieron dar. Mi mayor justificación era: logré todo lo que quise, ya en pasado histórico. Me voy feliz. Estoy en paz y sí, así fuera si me tocara irme hoy de forma natural. Como no pierdo oportunidad para hacer de mi vida un poema, mis últimas palabras antes de acabar con mi historia serían: confieso que he vivido. Sí, como un crimen porque todos los días me sentí una ratera que le robaba un amanecer a alguien más que era mejor ser humano que yo. Para empezar, según lo que me contaron, desde mi nacimiento salí más allá que acá. Hecho que hasta hoy ha funcionado como una droga que busco en cada oportunidad, o quizás desde el inicio solo haya reclamado un poco de atención.
Confieso que he vivido’ es un libro de memorias autobiográficas del autor. Me gustan las biografías porque cuentan el trasfondo del iceberg. Desde lo que lo hace humano a un ídolo, hasta lo que lo hacía excepcional. Recuerdo haber empezado un libro similar de un niño que se pasaba el día explorando el campo que rodeaba su pueblo y que, terminó siendo un gran biólogo. Regresando a su casa, se ponía a escribir todos sus descubrimientos del día, a dónde había ido, qué animales había encontrado, sus observaciones y reflexiones. Me recordó a mi infancia en la casa de mis padres. Es verdad que crecí en el abandono emocional y mental más carente de compañía, pero no de imaginación. Veía el mundo tan profundo y sentía intensamente.
Todo tuvo sentido con un diagnóstico de hipersensibilidad en la adultez. Quizás no me haya convertido en una gran bióloga y ni siquiera quiero insinuar mentiras sobre el gran Pablo Neruda, pero he aprendido que la poesía no solo es escritura, sino la mera Vida. Algunos se limitan a ejecutarla mientras otros, se toman el tiempo de inmortalizarla. Cuando un bebé te causa ternura, estás expresando poesía con una sonrisa. Cuando sucumbes ante un gesto lindo, estás cediendo a ser poeta. Cuando te deslumbras ante un atardecer, estás dejando a la poesía ser a través de ti. Tu risa, tu vida y la sangre corriendo por tus venas son poemas que quiero aprender cuando te conozca, si hasta ahora no hemos tenido el gusto.
La naturaleza de nuestra humanidad es poética. La corrupción de la misma es un síntoma del fenómeno más amenazante para nuestra especie: la deshumanización. Es la evidencia de que somos seres físicos senti-pensantes. La fuerza del cuerpo podrá ser cuestionable, la de la mente puesta a prueba de vez en cuando, pero la del alma atraviesa lo peor que estemos pasando. En mi caso, contrario a la creencia popular de que si acompañas a tu tristeza y soledad, terminarás pegándote un tiro, fue lo que hizo que me sacudiera las rodillas una vez de pie para enfrentar a ese impulso interior: tienes razón, he vivido y perdóname, pero confieso que quiero seguir viviendo.
Esa confesión no liberó a nadie en mi familia de la profecía, excepto a mí de mi propia imposición. Me hizo anhelar cada día de mi vida, seguir viviendo poéticamente. Acepté sin culpa que quiero seguir despertando en un departamento para mí solita, lucir la ropa que tanto me gusta, oler rico, sacar mi desayuno de la despensa, manejar mi moto en el trafiquísimo de la ciudad, platicar con la gente bonita que me acompaña, pasear a Spikey, hacer ejercicio o, el amor. Lo que se atraviese primero. Quiero seguir creciendo, envejecer, viajar, volver a enamorarme, llorar, caerme y, con todo el cansancio que me genere, levantarme una vez más para VIVIR. Sin complicaciones y tan simple como eso. Así, cuando llegue el día, recitar las sabias palabras de otro grande que por ahí leí gracias a haber sobrevivido desde bebé a la muerte: Jaime Sabines. Obviamente, las reflexiones no se vuelven a repetir. Hoy fue ‘Confieso que he vivido’, en un mañana:
Del mito
Mi madre me contó que yo lloré en su vientre.
A ella le dijeron: tendrá suerte.
Alguien me habló todos los días de mi vida
al oído, despacio, lentamente.
Me dijo: ¡vive, vive, vive!
Era la muerte.
Jaime Sabines.